sábado, 25 de octubre de 2008
Los anillos de compromiso
Desde hace 18 siglos no se concibe una boda, ya sea religiosa o civil, sin el obligado intercambio de alianzas entre los cónyuges; ceremonia que viene precedida de la tradicional entrega de una sortija del novio a la novia en el momento de solicitarla en matrimonio.
Esto parece una costumbre trivial de nuestro tiempo, pero el rito de ponerse un anillo protector en el dedo anular -de ahí su nombre- se remonta muchos siglos atrás y tiene un origen mágico-religioso.
En realidad, los anillos han pasado a ser un adorno después de que, durante siglos, sirvieron para preservar a los seres humanos de la pérdida del alma.
Y es que la mentalidad primitiva creía que rodear uno de los dedos con un aro metálico evitaba que el espíritu se escapara del cuerpo e impedía que cualquier ser maligno pudiera circular libremente por el interior de la víctima, con el consiguiente riesgo para su salud espiritual y física.
Los primeros que sellaron los compromisos de matrimonio con un anillo de diamantes fueron los venecianos, a finales del siglo 15. Al ser éste uno de los materiales más duros de la naturaleza, los pocos que tenía dinero para pagarlo querían simbolizar que su promesa de acudir al altar no presentaba fisuras, con independencia de que aquel que se empeñaba para poder regalar una pieza tan cara, no dudaba a la hora de cumplir el compromiso.
Los cristianos adoptaron el dedo anular para el anillo nupcial por estar ese dedo “comunicado con el corazón a través -aseguraba San Isidoro de Sevilla- de un vaso sanguíneo”. Un misterioso conducto éste, que nueve siglos antes los médicos griegos llamaron vena del amor, por conducir a la víscera que era considerada responsable de tal sentimiento.
Por último, el acto de introducir el anillo el novio a la novia -y viceversa- horas antes de la noche nupcial, tiene unas connotaciones sexuales bien claras de la licencia que, a partir de ese momento, la sociedad otorga a la pareja.
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